viernes, 31 de marzo de 2017

A grandes males, remedios ingeniosos



Este pequeño relato está íntegramente basado en la fotografía que lo ilustra y cuya autoría es de mi querido compañero Francisco Moroz, quien amablemente me la ha “prestado” para la ocasión. 


 No comprendía por qué los demás vecinos no lo comentaban, ¿acaso no les preocupaba? ¿es que no pensaban hacer nada al respecto? Ni tan siquiera la señora Aurora, parlanchina irredenta, lo mencionó al cruzarse con ella aquella mañana. Claro que también podría haber sido él quien sacara el tema, pero su natural timidez y su conocido historial de escarceos con el alcohol lo desautorizaban, pensaba él, para hablar sobre caracoles gigantes trepando por la fachada del edificio. 


A él le daba igual que el baboso animal se instalara en la esquina del primero, junto a la ventana siempre abierta del dormitorio de doña Pepa; o que se colara por el ventanuco mugriento del baño de don Anselmo (pobre animal entonces, con las malas digestiones que tenía el citado); pero se temía que con el tiempo acabara por ascender a la tercera planta, la suya, y eligiera lo soleado de su balcón para sacar los cuernos y envestir contra sus macetas. No parecía que aquello fuera a pasar en breve, pero era una posibilidad. 

Desde que lo descubriera la noche anterior, cuando volvía de cenar un bocadillo de calamares y unas cuantas cervezas en el bar de Ernesto, no había progresado mucho en su ascenso, pero tampoco retrocedido. Tal y como él veía el asunto solo le quedaban dos soluciones: o inventaba alguna triquiñuela para que el animal volviera por donde mismo había venido, o se mudaba de piso. No estaba dispuesto a correr riesgos con sus amados geranios, ni tampoco a reconocer que le daba un miedo atroz. 

Después de mucho pensar se decidió a elaborar un cartel que rezaba “Barbacoa de caracol gratis este sábado. Están todos invitados”. Lo colocó en lugar bien visible desde la fachada y debió acertar, porque nunca más volvió a saber del caracol gigante.

Julia C. 



domingo, 26 de marzo de 2017

Gina (III)

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Alberto pagó la cuenta más triste que enfadado, sin entender nada, y tras echar distraídamente un vistazo a su móvil, decidió que pasaba de contestar los whatsApps de sus amigos. Estaban pendientes de la cita más por afán de cotilleo que por sincero interés, estaba seguro. Eran sus colegas, a algunos de ellos los quería como a hermanos, pero a veces le parecía que eran poco menos que insoportables. Mirando sin ver la pantalla del dispositivo de repente se le ocurrió una idea: buscar a Gina en Facebook. Ahora que tenía su número de teléfono no podía resultar tan complicado localizarla y quizás así descubriera algo, aunque solo fuera una pista de lo que le sucedía. Sin ganas de enfrentarse al frío de la calle ni a lo solitario de su apartamento se pidió el tercer café de la tarde, aspiró hondo el tenue aroma a vainilla que ya asociaba irremediablemente a la chica y se aplicó a la tarea.

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Gina llegó a casa con la respiración entrecortada por la carrera. Cuanto más avergonzada se sentía por su impulsiva reacción, más corría y más estúpida se sentía a su vez por la forma en que los demás viandantes la miraban; el bucle la hizo recorrer la distancia en un tiempo récord. Tal y como era su costumbre, dejó un reguero de prendas desde el recibidor hasta el sofá de la sala, donde se dejó caer exhausta. Echó de menos dolorosamente los ladridos de bienvenida de Elmer, su fiel compañero, y acarició su correa roja ahora sin utilidad. Aunque lamentaba no haber podido estar con él la noche en que lo atropellaron, también se alegraba de no tener ningún recuerdo sobre ese terrible momento. La noticia le pilló completamente desprevenida, como pasa siempre en estos casos, y le impactó como un puñetazo en pleno estómago; le dolió tanto que casi se queda sin respiración. Suerte que ya había terminado su número aquella noche porque de otro modo hubiera sido incapaz de actuar. Ese pensamiento la hizo volver a Alberto y a su fiesta de cumpleaños. A saber qué estaría pensando sobre ella en aquellos momentos. “Bah, no me importa”, se mintió, y abrió su portátil para mirar fotos de Elmer y de los buenos momentos que habían compartido. Era una forma de estar con él y con todos los amigos que la habían acompañado, aunque fuera virtualmente, en esos duros momentos. El icono en rojo anunciando la petición de amistad de Alberto no se hizo esperar.

Gina III
 

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¿Y entonces?
Entonces nada, paso mucho de él
A ver que no te estoy entendiendo. ¿Me dices que no quieres ni oír hablar del tipo solo porque no te gusta que tenga tantas amigas en Facebook?
No son amigas, Martina, son rollitos y ex. Es un ligón de manual y ahora se ha encaprichado conmigo, pero no seré la siguiente de su lista, eso te lo aseguro.
A lo mejor se me escapa algo, Gina, pero no creo que haya nada malo en divertirse un poco, ¿no? Síguele el juego a ver qué pretende y si luego no te convence, no encargues el traje de novia La sonora carcajada que siguió a estas palabras provocó que todos en la sala volvieran la cabeza hacia la mesa de las dos jóvenes. Gina bebió de su refresco con la cabeza gacha totalmente azorada. Así era Martina, imposible pasar desapercibida si salías con ella.
Estáis todas muy pesaditas con este tema. ¿Tengo que derretirme solo porque es guapo, amable, simpático, inteligente y está bueno? ahora fue la propia Gina la que rio con ganas.
Haz lo que quieras, mona, pero tal y como está el mercado yo no me haría mucho de rogar. Somos legión las lagartas dispuestas a cualquier cosa por un hombre así Y brindaron joviales por todas las lagartas del mundo.

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Alberto siempre había sido tenaz cuando quería algo y no le importaba pelear, pero no estaba acostumbrado a que una mujer le diera largas. Era una experiencia nueva para él que sin embargo, lejos de herir su orgullo, espoleaba su interés. No se planteaba los motivos de no querer tirar la toalla, pero intuía que se avecinaban cosas nuevas en su vida y en su corazón. 

Gracias a las redes sociales había descubierto muchas cosas sobre Gina. Le gustaban particularmente sus vídeos cantando y tocando la guitarra en lo que suponía era la terraza de su casa; ni siquiera reparó en la bicicleta rota que quedaba a su espalda hasta la séptima u octava vez que los vio, algo muy significativo dado su alto sentido de lo estético. Sin embargo, desde el primer momento, se le grabaron en la retina el tono de los reflejos que despedía su cabello al sol o el color exacto de sus labios, siempre sin maquillar. Las alocadas fotos de sus viajes, mochila a la espalda, también le hacían sonreír, sobre todo por el contraste con la seriedad de sus fotos en los eventos del conservatorio. Siguiendo su rastro en las redes sociales entendió lo mucho que le había dolido perder a su perro Elmer, aunque él jamás hubiera tenido una mascota, y lamentó sinceramente que hubiera ocurrido justo el día de su cumpleaños. Ella, lejos de culpar a la amiga que lo paseaba en ese momento, le mostraba públicamente un cariño y un agradecimiento desbordantes por haberle confortado en esos últimos momentos.

¿Acaso aquella chica era de otro planeta? Bueno, al menos era de un planeta diferente al del resto de las mujeres que él había conocido. Estaba seguro de que merecía la pena pelear por una oportunidad con ella. 

Julia C.

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