No me gustan las noches
oscuras, son las que él elige para visitarme...
A veces solo me observa, fijamente,
y adoptando aires de dueño y señor se sienta en la butaca frente a mi cama. No
quiero abrir los ojos, no quiero encontrarme con el abismo de los suyos, pero
sé que sigue ahí porque puedo oír su penosa respiración. Entre sudores de
terror yo y divertido él, ambos esperamos en silencio la luz del alba. No
entiendo por qué, pero la teme igual que yo le temo a él.
En otras ocasiones no se
conforma con imponerme su nocturna presencia y me acaricia con su dolor la piel
del alma. Aunque odio que haga eso he llegado a comprenderle: desea compartirlo
y quizás así desprenderse de él. Es un dolor antiguo, muy negro, y se alimenta
de su mera existencia.
Yo procuro resistirme, no lo
quiero para mí, no quiero ni atisbarlo en los entresijos de mi entendimiento,
pero él es insistente y poderoso. Hace siempre su voluntad y me estremezco ante
la visión de tanto sufrimiento, me arranca gemidos que nacen de mi parte no
humana.
Hace siete noches el cielo
estuvo extrañamente huérfano de luna y estrellas; la negrura fue tal que
pareciera que la celeste bóveda hubiera desaparecido por completo. Y él volvió
a mi habitación.
Estaba extenuada de tener
miedo, pero esta vez percibí distinta su presencia, menos tenebrosa y
amenazante. Fue así que traté de acercarme, de recibirle tan amablemente como
supe en los imprecisos límites de la vigilia. Y me lo agradeció, a su manera.
A cambio tomó mi cuerpo con
furiosa ternura, con prisas preñadas de generosa necesidad, con silencios
colmados de rabia culpable y amarga nostalgia de otros tiempos quizás. No es lo
que yo quería, pero ahora sé que él no entiende los sentimientos humanos ni
sabe interpretarlos, y también sé que seguramente no sea su culpa.
Han pasado ya siete noches
desde aquello y no ha vuelto a visitarme. Debo aprender a invocar la oscuridad,
debo hacer que vuelva, porque la criatura que crece dentro de mí necesitará a
su padre…